Claro que siempre podría volver a aquella montaña. Dejar de recrearse contínuamente en la imagen de su piel y la de ella luchando por darse calor en la noche más fría que recuerda. Asumir la casualidad como fuerza poderosísima, inigualabe, y sobre todo, efímera.

Él alza las manos mirando al suelo y se pregunta sobre encuentros, soledades y dialéctica de contrarios. Muy lejos, ella observa distraída las dunas desde lo alto de su árbol muerto preferido. Él hubiera querido un abismo insondable que le cerrara al menos la mitad de los caminos posibles. Ella sueña y colecciona fotografías de momentos que quisiera tener siempre a mano. Él llora sin lágrimas y la tristeza desciende por las arrugas de su rostro impávido, inundándolo de sereno estoicismo. Ella silba distraída estrofas de una canción que cantaron juntos, y se pregunta por qué ya no escucha aquella música en su cabeza.

Y los dos se funden solitarios en un patético abrazo al aire, pobres bailarines sin valor ni suelo, elegantes figuras fijadas a la supervivencia con clavos de miedo, desde mi ventana puedo verlos, caídos de rodillas ante un buzón en el que sólo encontrarán esperanza.

2 comentarios:

(hercília) dijo...

é bom ler-te.

maria dijo...

Ai señor hay que ver que bien lo hace cuando lo hace usted bien,se me cuida,salud y sonrisas desde el norte del norte